La niña que viajó en un Megazord

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La palabra «viaje» la tengo en la memoria desde que mi cerebro empezó a registrarla como algo recurrente y a asociarla con una persona: mi papá, de quien escuchaba decir frases como “ya me voy de viaje”, “ya salió el viaje”, “cuando regresé de viaje” o “no hay viaje”.

¿Por qué la mencionaba tanto? ¿Acaso mi papá era un hombre con espíritu aventurero? o ¿Tenía negocios por todas partes? ¿Era un caza-ofertas de vuelos? No. La palabra viaje también se asocia a profesiones: ¡mi papá era trailero! Y de los mejores que han visto las carreteras de nuestro México.

El «viaje» para mí era eso: ir de un punto a otro transportando alimentos o productos de la canasta básica a bordo de un tráiler con 18 velocidades y una caja o remolque que podía transportar hasta 32 toneladas con o sin termo para refrigerar y mantener en buen estado productos como verduras o carnes.

Ese «viaje» era subirse al tráiler en el DF (así se le llamaba a la CDMX cuando yo era niña) y después de varios días, despertar en Chihuahua, Tijuana, Sinaloa, Quintana Roo, Tabasco, Mérida o donde fuera.

Había muchas cosas que me gustaban de esos viajes. Por ejemplo, aprendí a catar los clubs sándwich con papas a la francesa que nos pedía mi papá cuando parábamos a cenar en uno de esos restaurantes en medio de la carretera; de esos que parecen puntos de encuentro de traileros y que están ahí por diferentes razones: la comida está bien, las regaderas están limpias, la zona es segura o por algunas otras que una niña de 7 años no veía.

Cuando era niña, «el viaje» era trabajar, pero también recuerdo que cualquier espacio lo convertía en una zona de juego, así que, según nuestra imaginación, mi hermana y yo éramos Power Rangers y el tráiler era el Megazord que usábamos para acabar con el mal.

Además de los clubs sándwich y los juegos, pude conocer sierras increíbles, llenas de neblina, curvas y aventura. Cruzamos puentes en el mar o carreteras en el desierto. Aprendí a querer cada comida diferente que probaba, y me di cuenta de que así es mi papá y que de él saqué lo de comer de todo a donde vaya.

También de esos viajes aprendí que lo que llega a nuestras casas, pasa por varios kilómetros y que hay personas que trabajan mucho y duermen poco para que eso suceda.

Creo que dejé de viajar en tráiler cuando entré al CCH porque las vacaciones eran más cortas y las tareas más demandantes. A veces extraño esos viajes pero viven en mi memoria y regresan cuando viajo por carretera o cada vez que trato de saludar a un trailero con la señal de “amor y paz”.

Pienso que somos de lo que fuimos, de nuestros orígenes, así que yo soy de esos viajes pero ahora no sólo paso por las orillas de las ciudades de rapidito porque “hay que entregar la carga en la bodega o el mercado”, ahora sí ya tengo tiempo de explorarlas ¡y lo disfruto en grande!

Dedicatoria

A mi papá trailero que viajó mucho, vio mucho y conoció a cientos o miles de personas, tantas como los kilómetros que manejó. Se la dedico a él porque siempre que regreso de un viaje, me pregunta qué comí, y porque desde hace un par de meses fue diagnosticado con Síndrome de Guillain-Barré que le impide moverse pero que en un futuro –esperamos no muy lejano–, volverá a hacerlo para seguir viajando aunque no sea a bordo de un tráiler. 

Comentarios

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